Comida de gallinas

Las gallinas como si nada, ni cuenta se dieron porque tenían para tragar. Pero luego ya no había, se acabaron las sobras. Desde el primer día intenté salir a conseguirles algo, pero no pude salir, por eso rogaba a Dios que alguno de mis hijos me visitara pronto; ya mero se cumpliría una semana y nadie había ido a buscarme, me la pasaba preocupada por mis gallinitas.

Con Chino y Justo era diferente. Por las noches merodeaban allá afuera, de segurito se zampaban lo que fuera que encontraban, porque en mi casa ya no había ninguna cosa. Antes de ese día yo tendría que haber ido a la tiendita, pero entre esto y aquello, pues se me pasó. Esa fue otra cosa que se me hizo bien rara, que allá afuera nadie se dio cuenta y nadie tocó mi puerta. Ni don Guille, que ya teníamos un tiempito viéndonos y hasta rutina hicimos para hacernos compañía un día sí, dos días no.

Mis pobres gallinas sin comida. Se me ocurrió que a lo mejor el gallo se iba a dar cuenta de que ya no quedaban ni restos ni ninguna migaja para picar, y con tanta hambre dejaría de cantar; si no cantaba alguien iría a preguntarme por él.

Pero mientras eso pasaba el méndigo seguía cante y cante, y las gallinas pone y pone. Estaban bien contentotas porque ya no les quitaba sus huevos. Antes hacía harto esfuerzo para agacharme, me dolían las reumas y era una dificultad doblar las rodillas; por eso estiraba el brazo lo más que podía, pero a cada rato era puro crac, crac, ¡ay! como me dolía la espalda. Después de ese día dejó de dolerme y anduve tan campante de un lado a otro de la casa, como flotando. Aunque ya para qué si ni podía agarrar los huevos.

Justo parecía ser el único desconcertado porque los gatos, a diferencia de las gallinas, tienen un sexto sentido, hasta se me figuraba que algo sabía. Hubo un día que se me quedó viendo directito a los ojos, luego fue y se asomó a mi cama para mirarme, después regresó y volvió a verme bien fijo a los ojos. Del Chino no podía esperar mucho, estaba igual de viejito que yo, por eso se movía menos. Yo trataba de no andar por todos lados porque el Chino quería seguirme, pobrecillo, de seguro algo le dolía porque se veía que no podía caminar muy bien. 

Lo único que podía hacer era esperar, aunque eso no era ningún problema sino más bien una costumbre; tantos años viviendo sola en un pueblucho donde lo único que sucedía eran los funerales de los últimos que quedábamos. Estaba ahí parada mirando por la ventana para distraerme un poquito, la gente pasaba y ni volteaba. Antes yo no hubiera podido estar tanto rato de pie, pero después que ya pude aproveché para estar asomada, no sabía si me iba a quedar así mucho tiempo o ya mero me iba. Pero todavía no me quería ir, necesitaba saber qué le pasaría a mis gallinas. Contaba los días que llevaba esperando a alguno de mis hijos. 

Pensaba en ellos, en todos. No entendía porqué Dios me había dado tanta criatura, si al final de cuentas poco hacían por visitarme a ver si se me ofrecía algo. A mi lo que me amarraba eran mis animales, no podía irme. Llegué a pensar que no debía haber tenido gallinas ni gatos desde un principio, a lo mejor no me hubiera quedado así como estaba, atorada entre esto y aquello, pudiendo irme pero sin querer.

Me puse a rezar un rosario. Al rato vi que una gallina se metió buscando sobras en la cocina. Pero no encontraría ni una pizca. Andaba tan hambrienta que siguió paseando por el resto de la casa. Detrás vino el gallo y luego también vinieron las demás. Pobrecillos animales.

Mejor seguí con el padre nuestro asomada a la ventana, como si la letanía pudiera hacer aparecer por la calle a alguno de mis hijos. —¡Ay Diosito, mis gallinas! —lo dije en un suspiro, aunque desde ese día ya no me faltaba el aire.

De pronto sentí un piquete en el dedo y luego otro. Me miré las manos y se me hizo raro, porque ya habían pasado muchos días que no sentía nada, creía que así como estaban las cosas era normal no sentir nada. Además el padrecito nos había contado que llegada la hora dejaría de doler todo lo que dolía. Pero ya no supe qué pensar: yo seguía ahí y sentía piquetes en los dedos. Volteé a buscar a las gallinas y ya no estaban. Floté a mi recámara y ahí las vi, arriba de mi cama. Porque esos animales no tendrán sexto sentido, pero son rebuenos para encontrar comida. 

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