Se me vinieron encima las puntas de los dedos y me dio comezón en los oídos. Solté el paraguas de mis sueños y me llovieron las dudas. De pronto se hizo una tormenta.
Me mojé.
Ojalá hubiera sido de placer. Pero no.
Fue ese baño de dudas que me mojó de miedo. Y me solté y me perdí. Y mientras andaba perdida me sentía que a lo mejor me iba a encontrar, me puse a leer sus mapas para encontrarme, les compré una brújula que apunta al norte que todos conocen.
Pero esos no eran mis mapas, no era mi norte, y no estaba ahí trazada la vereda que se me antojaba. Sabía que ahí no me iba a encontrar. Pero me ganaron las ganas de no ver.
Me dejé llevar, más que nada porque es bien padre andar recorriendo caminos pavimentados, con señalética y toda la cosa. A parte de los mapas pagué una caseta. La verdad todo me hizo sentir que sí que me dirigía a un buen lugar.
Pero llegó enero y… ya saben. La misma historia de mis eneros. Me detuve. Acampé ahí al lado del camino. Dormí a la intemperie, viendo las estrellas. Veía el tiempo pasar y a la gente avanzar. Y yo ahí sentada, cruzada de piernas.
Luego me acordé que no cerré la puerta con llave, y que me regreso. Y cuando iba desandando lo andado, me di cuenta que me había sido un arrebato haber ido a donde apuntaba el huarache, y todo por mi mala costumbre de escuchar allá afuera lo que debería escuchar aquí dentro.
Cuando llegué a la puerta para cerrarla, volví a escuchar a los vecinos. Unos se asomaron por la ventana y me vieron dándole vuelta al cerrojo. No me tiene que importar, pensé en ese momento. Pero la verdad, creo que me lo tengo que repetir una y mil veces: “No me tiene que importar lo que piensen ni lo que digan”.
Y me da mucho miedo, pero ni modo. Ya vine a cerrar y ahora sí me voy, pero bien y con calma. Sin prisa. Y sin sus mapas.
Ahora mejor me voy a comprar unos audífonos para que ya no me zumben los oídos.
No me tiene que importar.